Un grito de angustia

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Karol Arling Matute

Todos debemos crecer y adquirir los conocimientos necesarios para responder a una pregunta ancestral: "¿Quiénes somos?" Pero, ¿qué sucede con aquellos que, al llegar a otro país, se ven obligados a despojarse de su identidad cultural?

Migrantes. Una palabra que seguramente has escuchado más de una vez o que ha sido tema de conversación en la cena familiar, en la escuela o en el trabajo. Según el Diccionario de la Real Academia Española, se refiere a aquellos individuos que se desplazan de un lugar en el que habitan a otro diferente. Pero entender el alcance del término va mucho más allá de su definición.

En primer lugar, son abuelos, tíos, madres, padres, hijos, amigos o parejas que deben dejar atrás su nación y su familia por diferentes causas. Informes de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) reportan que las personas abandonan su país de origen frecuentemente con motivaciones económicas, incluyendo la falta de acceso a empleo. Más de la mitad de las personas también señalan haber huido de sus países debido a los niveles generales de inseguridad o amenazas, así como ataques específicos contra ellos y sus familiares.

Los migrantes llevan consigo sueños que, muchas veces, son arrebatados en fronteras hostiles, en selvas implacables o en ciudades habitadas por seres humanos más crueles que los animales irracionales. Traen consigo admirables historias de lucha que a menudo son silenciadas o que no queremos escuchar. Sin embargo, yo vengo a contar la historia de Esther Martínez.

Con tan solo quince años, Esther salió de su país natal (el cual no puedo mencionar por su propia seguridad) para dirigirse con su familia al que ahora llama su "país adoptivo", Nicaragua, donde estuvo ocho meses antes de llegar a Panamá.

Hace más de un año y medio que está en el Istmo. Esther se siente agradecida por esta nueva oportunidad, aunque no puede ocultar los sentimientos de rabia, tristeza e inconformidad que experimenta al recordar cómo algunas personas la hacen sentir diferente.

Me cuenta que desde la boca de la persona que parece más inocente hasta los labios del hombre más gruñón, han salido palabras de odio que solo le traen amargos recuerdos. Su madre le aconseja que no debe comportarse de manera arrogante, ya que nadie soporta a un extranjero malagradecido. Esther no sabe si debe seguir el consejo de su madre o escuchar sus propios impulsos.

Lamenta que este país se declare multicultural, un crisol de razas, "pero en el fondo ni siquiera respeta a sus comunidades originarias". Si un migrante hace algo malo, señala, lo primero que mencionan en las noticias es su país de origen. Esther dice que, donde vaya, solo ven su pasaporte de color azul, su piel mestiza o se alarman al escuchar su acento.

“No me molesta ser una refugiada, sino que me excluyan de la universidad por serlo". El problema, expresa, es no poder estudiar lo que desea porque aún no lleva diez años en tierras canaleras. "Me incomoda que la única forma de sentirme parte sea perdiendo mi acento", añade.

A Esther le disgusta escuchar a quienes dicen que los migrantes le roban el trabajo a los panameños. "Mucho de lo que ha logrado este país es gracias al trabajo de los extranjeros, quienes llegan a luchar y aceptan los empleos que muchos nacionales no quieren", aclara.

Se queja de que algunas personas no sean empáticas e incluso se muestren indolentes ante los padecimientos de aquellos que están lejos de su patria. "Cuando quieren herirte, olvidan lo que aprendieron de los libros de historia y sus palabras se vuelven como dagas en el corazón". Este grito de angustia de Esther es un llamado a reconocer la diversidad, ya que enriquece la vida de todos y nos hace una mejor sociedad.

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